La irrupción en el calendario de la Semana Santa aporta histriónicas muestras de ese surrealismo pacato al que está sometida la sociedad española. Es época de resucitar muertos, de saldar cuentas pendientes, de trincheras y mercenarios, de afilados estiletes y memos algo rancios, de sectarismos y discursos tenebrosos que nos devuelven a la España de siempre, guerracivilista, permanentemente a palos, intolerante y excluyente, maniquea y absurda que vomita cada día lo más bajo de nuestros instintos.

Es normal, que en esta maloliente atmósfera, todo quede contaminado, viciado, herido de muerte. A la Navidad, la llamamos solsticio de invierno y, a la Semana Santa, de primavera. Los curas, todos a la cárcel; al Papa, se le tienen ganas; las iglesias, centros de agitación y propaganda; las homilías, discursos fachas; las procesiones, incultura a raudales; Jesucristo, un comunista en el bando equivocado; los cristianos, unos genocidas y, en fin, la espiral de la ignorancia, la revolución de quienes no la pudieron hacer cuando debieron porque no se atrevieron y se atreven ahora porque nadie les hará frente y porque no es otra la religión a la que se enfrentan.

Personalmente, tengo mis propias creencias y me agarro a principios morales y religiosos a los que he llegado por el ejemplo de mis padres y por el análisis racional del estudio y la experiencia. Dos cosas tengo claras: lo que cree cada uno es sagrado, íntimo, sustancial y, por tanto, respetado, más aún si es minoría, víctima o perseguido; y las tradiciones de un pueblo, en la medida que no causan perjuicios morales o físicos y adaptándose con sentido común a los tiempos, forman parte de la esencia de ese pueblo, de su fundamento, la piedra angular sobre la que se sustenta su historia, su carácter y su identidad.

La Semana Santa, por ejemplo, es una expresión religiosa, católica, que a muchos, por eso mismo, puede no gustar. Pero, gusta también a muchos otros, que suelen ser más. No sólo por la religiosidad; también, por lo artístico, lo pasional o lo turístico, que aporta, al mismo tiempo, riqueza a diversos sectores de la economía local, regional o nacional.

Es lo que tiene la fiesta: se confunde la religión con el divertimento, el vocerío con el silencio, la pasión con la explosión de sentimientos. El pueblo, decide. Y el que no esté de acuerdo, que se vaya a la playa o se retire.