Pues nada, ya están aquí los santos. Los días santos, las personas santas, los momentos santos, las santas emociones, la santa liturgia, las tradiciones santas y, por supuesto, las imágenes santas. Es lo que tiene la semana santa: un aroma, un halo, una sensación que lo envuelve todo y todo lo hace especial. He mirado en el diccionario y la palabra santo tiene dieciséis acepciones, participa en veinte locuciones que el pueblo ha introducido en la lengua coloquial más otras cuarenta y ocho expresiones donde la palabra santo aparece. Realmente, no creo que todos los que participan o disfrutan de la semana santa sean perfectos y libres de toda culpa o personas de especial virtud o ejemplo pero tampoco me cabe ninguna de duda de que esos días son de una trascendencia peculiar seas o no creyente, te guste o no ese tipo de arte o te emocionen o no esas sensaciones que de los pasos, los oficios o la tradición se desprenden.

La semana santa es una cita distinta más allá del ateísmo, agnosticismo, filisteísmo y otros intelectualismos de dudosa procedencia que no hacen más que disimular una acentuada soberbia, una inconfundible megalomanía y una profunda ignorancia en aquellos que miran con desdén una actividad que tiene más elementos para admirarla que para criticarla. No se trata de adhesiones inquebrantables pero tampoco de ataques injustificables porque la cita es una hermosa combinación de turismo, fiesta, arte, costumbrismo, tradición, gastronomía, música y religión. Y a todo ello hay que añadirle el componente sentimental que, adquirido en la niñez, ha ido cimentando, con más o menos éxito, una querencia hacia una cita con demasiados y buenos recuerdos. Cualquiera puede haber permitido que el tiempo haya secado su alma y su mente esté cerrada a todo lo que no pueda entenderse desde una perspectiva racional pero, en muchos casos, la semana santa es un regreso al hogar de cuando éramos niños, a una madre obligándonos a estrenar algo en domingo de ramos, a un padre llevándonos de la mano, a recorrer los sagrarios, a comprar recortes, a ver procesiones y a encontrarse con tantísima gente desde la misma puerta de casa.

Sí, una fiesta también de interés turístico nacional, mucho más barata que el carnaval, atractiva para miles de personas que participan en la calle y en los templos con una pasión desbordante, que no se le conoce botellón alguno y que, incluso, tiene que competir en uno de sus días grandes con el comercio abierto. Una fiesta donde el silencio es virtud y el entusiasmo no tiene precio.