En la semana en que conmemoramos el 400 aniversario de la muerte de Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega, glorias de la literatura universal, me vienen a la memoria los trabucazos del verbo trabucar --"pronunciar o escribir equivocadamente unas palabas, silabas o letras o por otras"-- que el lenguaje nos dispensa y resultan en juego o divertimento. Aunque cada vez son menos las cabinas telefónicas, aún hay gente que le gusta llamar por teléfono desde la gabina, (hablar, tal vez, de Car Gable o Jumpri Bogar), fechar la puerta o gomitar, eso, siempre, después de hacerse un analís y si no tienen hernia de gato, están en estado tomatoso o contra la espalda y la pared. Estando en la consulta del médico es fácil que uno diga que, en temas de religión, es diagnóstico, que le pongan el temómico y no tenga fiebre, relate que cuando se duerme se queda traspapelado y que las medicinas cuestan un huevo de la cara, dejándoles de una piedra. Siempre y cuando no te pongan la temida indición. Eso sí, el dentista a veces se queda estupefacto: "Doctor, ya sé que tengo pedorrea" (piorrea). Contesta el dentista: "Ya me olía yo algo, señor". Siempre cabe la posibilidad que ante tal desafuero le dé al susodicho una linotipia. Claro que, cuando llegue a casa, la esposa dirá que todo se quedó en agua de borrascas. Y que al tipo le gusta algún día que otro tirar una cama al aire.

Cuando uno se trabuca, lo límites desaparecen. Hemos estado en la sala de medios auvidusales, no nos gustan los mejunjes de pollo, llueve mucho pero a la tarde amanecerá y casi que podremos ir al Faro, porque me he enterado que tienen un omelette de diseñadores españoles. Hay personas que piensan que desde su pueblo a la capital hay una equidistancia estupenda, que el dni está en rigor, que el niño ha salido a las fracciones de su padre, que la madre tiene asiática, que un primo se ha roto el peronet y habrá que llamarlo para darle ánimos insitu, es una pena, porque el niño es listísimo y lleva una carrera metereológica, algo que no pasaba en época de los ingleses.

Hablando de literatura, es fácil que alguien quiera comprar La sonrisa es trusca, el Jamle de Sespi, el libro ese del niño mago, el Míster Proper, el del Quijote, cómo se llama, Rinoceronte y Coterillo y, ya, el colmo de los colmos, Veinte mil leguas de viaje sin marido. Mientras no se pida a Lope de Vega, el fénix de los ingenieros, estaremos salvados. Y los trabucazos nos harán reír, que para eso también sirve el lenguaje y la literatura.