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Cruzando fronteras

Montolieu

La carretera principal dirección Toulouse se abre a otra más estrecha donde los castaños entreveran el sol y forman un túnel verde, como el de las botellas de vino al trasluz. El letrero que marca la llegada confirma lo que parecía una ilusión «Montolieu. El pueblo de los libros». El coche lo recorre despacio, sin querer perturbar el sueño y no despertar del todo. Con la nariz pegada a la ventanilla saboreo los nombres de una librería tras otra: L´Ambassade, La Rose des vents, L´Anachronique… No se oyen ecos de radios o televisores, solo un silencio ahuecado por las cuencas de las manos que susurra al oído el secreto de la existencia de este lugar. La plaza tiene una iglesia, un café, una explanada para jugar a la petanca, un árbol grande. Las campanas tocan 12 veces y el «Bosque animado» despierta: Las sillas de hierro sobre la gravilla se ocupan, perfumándolo todo del olor a regaliz del Ricard. Los paseantes parecen ingrávidos, porque en lugar de cargar con el lastre de sus cámaras de fotos, llevan libros en las manos que, abiertos, aletean para llevarlos lejos. Un Citroën viejo, gris, en su lomo ostenta como divisa un gato sobre un libro «Librairie Le Dilettante». Al entrar, el contraste de luz ciega; únicamente se percibe el olor de la tinta impresa y en esos segundos de desconcierto los figurantes de este «Show de Truman» se desperezan: Ella está sentada en un sillón desvencijado. Tiene las piernas cruzadas, el talón al aire y su sandalia sin decidirse a caer, danzando con un pie que, culto, parece contar con su ritmo, versos alejandrinos. Los libros se apilan en cajas de vino del Languedoc, recubren el suelo y las paredes como un ser vivo protector. Un Atlas de Verne ilustra sus viajes imaginarios, cartas de amor entre George Sand y Chopin… Al salir, apenas levanta la mirada, musita un «Au revoir, bonne journée», quedándose en su mundo inalterable. Dejamos atrás el pueblo, sin atrevernos a volver la vista, por si el espejismo ha desaparecido tras nuestros pasos. Regresaré un día para convertirme en uno de los extras que leen en cada rincón, para que el tiempo se detenga y ni las páginas ni las fuerzas se agoten; en un feliz exilio, en un cultivado y maravilloso País de Nunca Jamás.

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