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La frontera

Rosalía Perera

Paraísos (y II)

Él tiene origen libanés. Su abuela, no recuerdo cómo, conoció a un canadiense, se casó y vivió toda su vida en Canadá. En los duros y largos inviernos, cuando por la ventana solo entra la luz del reflejo de la nieve, y el frío se atrinchera huesos adentro, su abuela lo cogía en el regazo y le hablaba del Líbano. Le susurraba el Sur en sus orejitas que milagrosamente entraban en calor, lo arropaba con el vaho en los cristales que se formaba cuando cocinaba Baba ganoush o dulces de miel y pistachos, con las estelas del mar, las sábanas tendidas en las azoteas, las tapias encaladas, el manto de olivos. Le describía, salibando, el dulzor de los higos y del melón, el jugo de las granadas, la acidez los nísperos . Le cantaba nanas donde los protagonistas eran aves que migraban, antepasados que tenían que huir de sus tierras, descubrían senderos ignotos, montañas lejanas , dejando pedacitos de su alma en el camino para, como Hansel y Gretel, poder, algún día, regresar. 

Y cuando ya él estaba prendido de su voz, cuando ya había viajado de su mano, al otro lado del mundo, cuando ya transitaba las calles de su pueblo, ella le hacía «entrar» en la casa familiar. Su Macondo. Con los ojos de niño, veía el patio, el árbol, su sombra. Con los ojos cerrados acariciaba los muebles, rozaba las hojas de los geranios, con su aroma a limón áspero, a verano , escuchaba la brisa meciendo las hojas de la parra y las canciones con voz de mujer. Recorría el pasado, que no era suyo, poseyéndolo, inspirándolo, sintiéndose de vuelta, seguro. Sintiendo nostalgia de un lugar que realmente le era ajeno, desconocido, pero que compartía con su abuela, como un espacio, único, solo de los dos. Pasaron los años, ella murió y, como Peter Pan, al crecer , nuestro amigo olvido cómo regresar al ‘País de Nunca Jamás’. Alguien que lo quería mucho le presentó a un señor muy importante de Líbano y éste a otro que decía conocer aquel pueblo. Aquella conversación fue la magdalena de Proust y Marc hizo las maletas. No solo encontró la tapia, el patio, el árbol, su sombra. No solo reconoció los olores jamás olidos, los colores jamás vistos. Sino que pudo ver, esperándole, sentada, haciéndole gestos para que se acercara, a su abuela. «¿Ves, querido mío, cómo era el paraíso?». Con los ojos humedecidos, Marc, asintió sonriendo. Había vuelto a casa.

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