Opinión | A mesa puesta
Bar Sotoca, la barra donde todos son de la casa
Aparecen los botellines de cerveza, siempre muy fríos, casi helados, con ese punto de escarcha que convierte cada trago en un alivio

Miguel, detrás de la barra del Sotoca. / P. G.
En Sotoca no entras como cliente: entras como parte de la familia. Basta cruzar la puerta de la calle Fernández de la Fuente, en pleno Badajoz, para sentirlo. El saludo es cercano, sin protocolos, y la barra, más que mostrador, es punto de encuentro. Miguel, siempre atento, reconoce las rutinas: quién pide el café doble, quién busca tostada de aceite con tomate, quién se lleva el periódico al rincón. Es un bar de barrio familiar de los de siempre y, por eso mismo, imprescindible.
Las mañanas empiezan con desayunos generosos. El pan crujiente llega aún tibio del horno, el aceite es de confianza, el jamón se corta fino y la cachuela, untada en tostada, recuerda a las cocinas de antes. No es casualidad que muchos vecinos arranquen aquí el día: en Sotoca el desayuno no es trámite, es ritual, una manera de abrir los ojos al mundo en compañía.
A media mañana el ritmo cambia. Aparecen los botellines de cerveza -siempre muy fríos, casi helados-, con ese punto de escarcha que convierte cada trago en un alivio. La barra se llena de conversaciones cortas y de platos que van saliendo como si nada, una tortilla jugosa que aún guarda el calor de la sartén, los aperitivos son sencillos, pero honestos: un pestorejo crujiente, sopa de tomate de siempre, arroz con higaditos, el sabor está en lo que se ve y se prueba, no en lo que se anuncia. Aquí no hay artificios: la cocina se reconoce desde el primer bocado.
Al llegar el mediodía, la cocina de Sotoca despliega su verdadera fuerza. Son raciones de verdad, de las que hacen volver una y otra vez. El arroz con liebre es unos de los emblemas de la casa: meloso, con sabor profundo, con ese punto de la caza que recuerda a las recetas de abuela.
Cuando se sirve en cazuela grande y se reparte entre varias cucharas, se convierte en un ritual de domingo, con conversación larga y pan al centro.
Las judías con perdiz, guisadas a fuego lento, son plato de cuchara que reconcilia con el invierno: espesas, aromáticas, con el sabor de la caza menor impregnando cada legumbre. Los callos con chorizo llegan a la mesa en cazuela humeante, potentes, con salsa espesa y brillante que pide pan en abundancia. Y, como marca de identidad, el pestorejo, servido en su punto: piel crujiente por fuera, carne jugosa y tierna por dentro, con la sazón exacta que solo se alcanza cuando hay experiencia, oficio y paciencia. El pestorejo de Sotoca no es un plato más: es un rito compartido, un guiño a la memoria colectiva del barrio.
Las tardes en Sotoca bajan el volumen pero no la intensidad. Algunos vuelven para repetir botellín y tapa; otros buscan café con dulce casero. Es un espacio donde el reloj corre más despacio, y quizá por eso muchos lo sienten como prolongación de su propia casa. No es raro ver a varias generaciones compartiendo mesa: abuelos con nietos, amigos de toda la vida que se saludan sin necesidad de presentaciones, vecinos que convierten el bar en salón común. En días de partido, la tele del fondo acompaña el murmullo de la barra, mientras cucharas y vasos siguen marcando el ritmo de la jornada. En las sobremesas se quedan los más fieles, con café oscuro o un chupito de aguardiente, y la charla deriva en partidas de cartas, en debates de fútbol o en recuerdos de infancia.
Lo que distingue a Sotoca es la atmósfera familiar. Aquí el trato personal importa tanto como la comida. Miguel pregunta, escucha, aconseja: si refresca, aparecen las judías con perdiz; si toca celebración, el arroz con higaditos se apunta con antelación; si la tarde pide contundencia, los callos se convierten en protagonistas; y cuando hay ganas de compartir, el pestorejo es apuesta segura. Todo se sirve con naturalidad, como en casa, porque el bar no hace distinciones: todos son bienvenidos, todos son parte de la misma mesa.
El secreto de Sotoca no está en fórmulas escondidas, sino en la constancia. La calidad de los ingredientes, la cocina casera, el precio justo y la fidelidad del cliente son sus pilares. Su fama no se ha construido con campañas ni con escaparates, sino con años de trabajo diario: abrir temprano, servir bien, mantener la barra viva y el ambiente cuidado. Aquí se entiende la hostelería como un compromiso: dar de comer bien, hacer que la gente vuelva y sostener la vida de barrio.
En tiempos en que la hostelería busca novedades, Sotoca demuestra que la tradición bien hecha no pasa de moda. Su cocina se apoya en la memoria: los sabores que aprendimos de niños, los que se comparten sin formalidades, los que acompañan momentos de barrio. Un botellín helado con tapa, un arroz con higaditos, unas carrilleras, unas judías con perdiz, unos callos con chorizo o un pestorejo en su punto: esa es la carta de presentación. Y funciona porque es sincera, porque no necesita más.
Por eso, quienes entran en Sotoca no lo recuerdan como un bar más, sino como un lugar donde se come como en familia. Donde cada plato tiene detrás una historia sencilla y cada visita se convierte en reencuentro. Y en esa suma de pequeños detalles -el saludo de Miguel, el botellín frío, la ración casera, la sobremesa tranquila- está el verdadero valor de este bar que honra al barrio y a la ciudad.
Sotoca no necesita adornos. Basta con dejarse llevar por su ritmo, pedir una caña, compartir una ración y escuchar cómo la vida pasa alrededor. Porque, en definitiva, su secreto es simple: en la mesa, como en el barrio, lo importante no es el lujo, sino sentirse en casa.
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