Opinión | Cuaderno de viajes
Mi amigo y el Maine que no pudo ver
De eso le contaba a él, antes de que se quedara dormido, reposando por fin
Espero que a la llegada de esta se encuentren bien.
Hoy dudé de si mandarles mi página del Cuaderno de Viajes o escribir sobre un amigo al que le gustaba recibir fotos de estos vericuetos y caminos tan lejanos que yo recorro, compartiéndos con el y con el resto de la gente que quiero. Las últimas imágenes que le envié, a final de septiembre, fueron de una tempestad. Pensé que le descansarían los ojos pasearlos unos minutos por el bosque. El agua de la lluvia, racheada, hacía ondas y las deshacía en el Océano como si peinara un jardín zen con un pequeño rastrillo en la arena. Las hojas de los árboles ya habían empezado a colorearse, en las puntas se intuían los naranjas y ocres. Desde la ventana de la cocina, veía bajar el agua, con ansia de ser mar, entre los abetos y los abedules. En las cristaleras se reflejaba el fuego de la chimenea. Él me dijo qué belleza. Y yo ya no le dije, como otras veces, cuando te pongas bueno, os venís, porque sabía que ya era tarde.
Tengo un nudo en la boca del estómago, aunque lo que me duela sea el corazón. El dedo se hunde en el diafragma para intentar calmar este quejido agudo. Ahí se aloja un hueco que pudiera parecer de ausencia, pero que en el fondo sé que es un nido. Las décadas de amistad, las confidencias, el crecer, su bondad, mi gratitud, la sed de paz, el escuchar atentamente, recordando cada detalle años después, el hablar y hablar, los libros, las encinas, Extremadura, el consuelo, las risas, los consejos, su familia, la mía, que eran hogar, casa, ancla, que nos construían, que nos sostenían ... la ternura, las poesías que escribía su madre, sus nietos, la fé..., han echado raíces, y estas, entrelazadas, con tierra, la nuestra, han hecho un nido fuerte, como el que construyen las golondrinas. Ahí, protegido, duerme, solo duerme, después de tanto afán, su recuerdo. Junto al de otros amigos, dándose calorcito. Por eso, le voy a contar en voz baja y, si me permiten, también a ustedes. No porque así despiste la pena, sino porque sé que sigue a qué, ya descansado, con Dios. Tranquilo.
Voy a poner primero música, una que huela a hierba, y a tierra mojada, que lleve el sonido de los ríos, y de los árboles moviéndose en el viento, el va y ven de las olas, para que le acune. Elijan, si les parece, el segundo movimiento de la Pastoral de Beethoven, Las Oceánides, Op. 73, de J. Sibelius, o Appalachian Spring de Aaron Copland. Ajusten un cojín en la espalda, echen la cabeza atrás, y cierren un poquito los ojos. Les hablaré de Maine. De cómo el mar entra y sale y se mezcla con agua dulce, y dibuja atajos para llegar a tierra, curvas de las que nacen las islas. Islas de las que nacen los faros. Faros que pintó Hopper. En la noche, el haz de sus linternas inventa caminitos de luz sobre la superficie del agua como si desplegara una alfombra que solo tiene un instante para recorrerse, un sendero de losetas amarillas sobre el que bailar, calzada con los zapatos rojos de rubí de Dorothy en El Mago de Oz. La niebla sube del suelo oscuro y fértil del bosque, cuajado de helechos ensortijados y del musgo que mulle el lamento largo y triste de los colimbos, el ulular de los buhos.
Le venda los ojos a la luna. Y todo se emborrona. No se ven las orillas hechas de roca. Los ciervos bajan a beber al río, se mueven, flexibles, cadenciosos como la grisalla, que los proteje. El amanecer madruga más que en España y se levanta poderoso, con el orgullo de mostrar para tus ojos la maravilla. El mar, con su inmensidad, profundo, frío, perfecto, en reposo aún. Los gansos canadienses vuelan en línea, paralelos al horizonte. Las focas se zambullen, buscando peces para el desayuno. El águila calva proyecta su sombra, grande, majestuosa y, de repente, en un escorzo, llega hasta el agua, en picado, para pescar para sus polluelos. Los lagos, encadenados, reflejan el espectáculo de la naturaleza duplicando su esplendor.
Lo extraordinario se viste de ordinario para que la respiración se adecue al ritmo pausado, sin alterarse, aunque de repente levantes los ojos del libro y veas un surtidor de vapor de agua y una cola grande que golpea la superficie y quieras gritar “por allí resopla”, como el capitán Ahab al avistar la ballena, sin saber si es real o un sueño. El cuerpo se vuelve eco, y entorna los ojos al caer la tarde que enseguida, de golpe, se hace noche, arrullándolo, al igual que los abre muy temprano, cuando vuelve a hacerse la luz. Nada y todo pasa. De eso le contaba a él, antes de que se quedara dormido, reposando por fin. De eso les cuento a ustedes para que hagan una pausa, cojan aire, y sin prisa, se desperecen, siendo conscientes del maravilloso privilegio, del milagro que es ver un nuevo día.
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