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Opinión | La atalaya

Arqueólogo

Califas (II)

A la madre, primera dama del imperio, se la adoraba y sobornaba.

No vayan ustedes a creerse que sabemos tanto del funcionamiento interno de los palacios y de la corte -en definitiva del núcleo del Poder- de los califas de Córdoba. Conocemos muchos detalles que pueden espigarse en los escritos de algunos cronistas. Pero la mayoría son posteriores, o muy posteriores, a los hechos narrados y merecen un relativo grado de confianza. Ciertos hechos los contemporáneos no podían contarlos, ni estando al tanto, porque su cabeza corría peligro. En realidad, nuestros conocimientos al respecto son más una composición a partir de informaciones no siempre contrastables y de comparaciones con otros casos mejor atestiguados. Pero la vida íntima -hablar de personal resulta exagerado- de los monarcas cordobeses es uno de los aspectos más oscuros de su historia. Y no crean que el conocimiento de la estructura arquitectónica de sus residencias, de la reconstrucción de sus vestigios, sea un aspecto menor. Basta darse una vuelta por el “haramlik” -el harén- del palacio de Topkapi, en Estambul, para comprender la importancia de la organización de la arquitectura en relación con su vida interior. Todo allí estaba reglamentado para que esposas y concubinas convivieran juntas, pero no revueltas; para que los eunucos -con grados según el color de su piel y la cantidad de lo amputado- pudieran residir, atender y supervisar y para que la madre del sultán administrara el conjunto. Y para que el propio príncipe pudiera descansar sin miedo a ser eliminado. La dama regulaba hasta la mujer destinada a acompañarlo cada noche en el lecho. Eso le daba a ella un poder inmenso- Y sus disposiciones podían comprarse, en su beneficio.

A la madre, primera dama del imperio, se la adoraba y sobornaba. Por eso, en una sociedad machista, algunas mujeres podían llegar a jugar un destacado poder político y uno no desdeñable económico. Sabemos de progenitoras de monarcas cordobeses que fueron promotoras de grandes obras públicas. Dueñas de un gran capital y preocupadas de sacarle rendimiento. Córdoba no fue Estambul, ni Bagdad, ni El Cairo, claro está, pero podemos atisbar no pocos parecidos. Como en el mundo europeo occidental, los monarcas islámicos tendían a adoptar soluciones parecidas.

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