Opinión | Disidencias
Bocata
Un bocadillo de largo como un brazo desde el hombro hasta la muñeca o más allá, de ancho como el Guadiana en sus tiempos de playa y embarcadero y de gordo como los camiones esos que transportan combustible y el remolque es redondeado
Bajaba el otro día, cantarín, reflexivo y parsimonioso, por la calle Virgen de la Soledad, en el Casco Antiguo, ahora patas arriba, o sea, en obras, y me crucé con tres jóvenes, a los que situé, así a ojo de buen cubero, en la treintena, que intuí, por su vestimenta, blanca, pero no impoluta, uniforme y raída, que pertenecían al sector de la construcción y la reforma. Nada nuevo bajo el sol, o sí, que alguien o algunos trabajen duro en la obra, en la zanja, en el andamio, en el campo o donde sea menester, que para eso estamos y es la única manera de que el país no colapse, que ya colapsó hace mucho tiempo, pero aún no lo queremos ver o miramos para otro lado para no entrar en barrena en esos abismos cotidianos de la melancolía, el miedo a todo y el desasosiego. Escribió Schopenhauer en su obra cumbre ‘El mundo como voluntad y representación’, que «la vida es un anhelo opaco y un tormento… un constante proceso de agonía». Digo yo que, por ser benévolos con nuestra propia existencia, no siempre locuaz y pletórica, lo del filósofo alemán habrá de ser en determinados momentos, con determinadas personas, el mundo, las circunstancias, las sensaciones, las contemplaciones, las lecturas y las vivencias. O sea, que no hay que ser absolutos ni rotundos y que habrá que darle siempre una oportunidad a la relatividad, obviamente cuando no se trate de física sino de algo más sustancial como la estabilidad emocional. Volvamos al obrero de la calle de la Soledad. El sujeto en cuestión que presentaba una constitución fuerte, aunque algo adiposa, iba charlando amistosa y alegremente con sus compañeros de trabajo y entendí que esa explosión de alborozo tendría como origen, cómo no, la edad, el hecho de tener trabajo, sus colegas, que le habrían salido buenos y enrollados, en fin, el entorno personal era propicio, vamos a arriesgarnos en una primera conclusión, para ser feliz. Sin embargo, observé, apenas unos segundos, que me parecieron eternos, que en sus manos se alojaba, con dificultad, un elemento que tenía todo el aspecto de ser el auténtico causante de su felicidad extrema. Llevaba un bocadillo y eran las diez de la mañana. Un bocadillo de largo como un brazo desde el hombro hasta la muñeca o más allá, de ancho como el Guadiana en sus tiempos de playa y embarcadero y de gordo como los camiones esos que transportan combustible y el remolque es redondeado. Apenas cabía en su mano mientras gesticulaba con la otra, por la conversación y por echar mano de ella cuando sentía algún peligro de caída o pérdida del bocadillo o, sencillamente, tocaba descargar una dentellada. El bocadillo, a las diez de la mañana, esa hora en la que a mí no me entra ni un vaso de agua, chorreaba una mezcla, infame o sabrosa, según se vea, de paté, aceite y tomate triturado y entre sus dos palas de pan blanco habitaban de forma anárquica planchas de queso, estelas de mortadela, jamón que parecía del bueno, creía atisbar una tortilla francesa de al menos de cuatro huevos y, sí, también vi pimientos y rodajas de tomate. No, que nadie se engañe, aquello no era asqueroso ni sucio ni pringoso ni tortuoso ni desagradable, aquello era un monumento gastronómico, un templo dedicado al gusto y el sabor, una puerta hacia la gloria, un camino que conducía a la gula sin ser pecado, un reducto donde, acuartelados, resistían los manjares que me recordaban viejos tiempos ya extintos en estas vidas quejumbrosas condenadas a la dieta y los recortes e intolerancias alimentarias. Sí, he de decirlo alto y claro, proclamarlo a los cuatro vientos: frente a las pastillas del colesterol, el azúcar, el omega 3, el ácido úrico, los adiros, la tensión, el omeprazol, los probióticos, las manzanillas, el caldo de huesos, los mejunjes para los gases, el estreñimiento y la hinchazón, se me saltan las lágrimas solo de pensar cuando nuestros cuerpos vivían mejor por mucho procesados o chucherías que se consumieran. Ahora, anclados en la receta, el pastillero, las analíticas, la nutricionista, en las muy diferentes muestras de tortura que planifican los gimnasios, haciendo los puentes, brujuleando con la bicicleta, sudando horrores, dándole al magnesio o la creatina, el pan integral o las semillas y no cenando por las noches, solo nos queda mirar de reojo al obrero del bocata, los merengues y bollos de La Cubaba, el chuletón de la mesa de al lado, la torrija con helado de canela que se mete el tío después, los milhojas, las tartas de queso, los arroces en todas sus variedades, las pizzas, los filetes rusos, las albóndigas, los cachopos, las natillas, el arroz con leche, los huevos rotos, las patatas fritas, el chorizo criollo, el cochinillo, las chuletillas de cabrito, las breas rojas, el regaliz, las nubecitas, los caramelos Solano, las galletas María con mantequilla en capas, el chocolate a espuertas y manteca y todas las calorías que pueda, en fin, que voy a parar ya porque se me está haciendo la boca agua y hoy me toca brócoli con coliflor y dos huevos duros. En su poema 'Lo fatal', escribe Rubén Darío: "Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque esa ya no siente,/ pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente". Ahí lo dejo…y dos huevos duros.
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