Opinión | La atalaya
Califas (III)
Desde que nacía, un príncipe debía pugnar con sus hermanos para reinar, con la inestimable ayuda de su madre
El califa –amir al-muminin = príncipe de los creyentes)- fue el nivel superior de la autoridad política en los principados musulmanes. Emires, sultanes, etc., carecían, en principio, de poder religioso. Eran el equivalente a nuestros príncipes, grandes duques, etc. Lo más parecido a un califa era un emperador bizantino, vicario de Cristo en la tierra, la jerarquía política y religiosa más alta. El califato, como institución, desapareció con la monarquía otomana -a comienzos del siglo XX-, aunque, para la comunidad de creyentes de Marruecos, el rey de este país es también califa. Por eso resulta muy interesante analizar el protocolo cortesano del país vecino. Por mucho que se haya modernizado en diversos aspectos y que el último soberano haya sido monógamo, todavía siguen vigentes ciertos usos públicos y privados, mucha simbología, cuyo origen remonta a épocas muy remotas y -no crean que exagero- al mismísimo régimen político de la Córdoba del siglo X. Nos guste o no, la corona marroquí, como estructura organizativa, es heredera, aunque lo sea en una parte escueta, de los monarcas omeyas de Al-Ándalus. O sea, de un poder político nacido, desarrollado y extinguido en la península Ibérica. Ningún dirigente hispánico, ni el mismísimo Carlos I de España y V de Alemania, reunió en su mano tanto poder como Abd al-Rahman III o al-Hakam II. ¿Por qué? Porque los cordobeses eran cabeza de la dinastía omeya y, al mismo tiempo, del islam occidental.
Repasen sus conocimientos históricos sobre eso. Los miembros reinantes de las coronas hispánicas y española nunca fueron cabeza de la iglesia. Ni siquiera local. Con todo y a pesar de su condición de “papa” islámico -es una terminología inapropiada, solo me sirve para poner un ejemplo-, un califa, y los andalusíes entre ellos, era un auténtico prisionero de un sistema enormemente complicado, duro y, en no pocas ocasiones, cruel. Desde que nacía, un príncipe debía pugnar con sus hermanos para reinar, con la inestimable ayuda de su madre. El juego conllevaba con frecuencia derramamiento de sangre de familiares y partidarios, cuando no auténticos enfrentamientos civiles. Las reglas del juego no estaban tan claras ni eran de uso tan automático.
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