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Opinión | La atalaya

Arqueólogo

Califa (IV)

Si el muchacho conseguía gobernar, ellos, su gente de confianza, eran los grandes beneficiados

El califato de Córdoba, como la mayor parte de las monarquías islámicas medievales, no tenía un sistema automático de ascensión al poder. Tampoco en la mayoría de las monarquías cristianas, comenzando por el propio imperio bizantino, lo había. Ni en el propio imperio romano occidental. En teoría se respetaba, sin salirse de la línea masculina, en el hijo mayor, nacido de una de las cuatro mujeres legítimas, con preferencia a los tenidos con alguna esclava. Pero esto no fue, ni mucho menos, una pauta siempre aplicada. Conocida es la guerra atroz entre los hermanastros, hijos del abbasí Harun al-Rashid -el de las Mil y Una Noches-, nacido, uno, de una esposa y, el otro, de una concubina.

Casi puede decirse que lo habitual era saltarse las normas, porque todo dependía, en última instancia, de la voluntad del soberano reinante y de sus mujeres -madre del presunto- y por el grupo de presión -consejeros, eunucos- generado en su torno. Los príncipes con posibilidades tenían desde niños su grupo de amigos -libres o esclavos- adictos -y pagados-, hasta el final. Si el muchacho conseguía gobernar, ellos, su gente de confianza, eran los grandes beneficiados. Si estallaba una pugna sangrienta y resultaba perdedor, las cabezas de todo el grupo solían caer. Como se puede imaginar, este sistema o, mejor esta falta de sistema, era un foco de inestabilidad siempre latente y obligaba a los monarcas a ser muy precavidos. Por política y por seguridad personal.

Los otomanos siempre tan prácticos, evitaban estas alteraciones de un modo más expeditivo. En cuanto un príncipe lograba hacerse con el poder y con el control del palacio se asesinaba a todos sus hermanos varones con posibilidades. Eso sí, con un cordón de seda. No podía derramarse sangre de la familia otomana. Luego dulcificaron sus costumbres, los desterraban de por vida a las islas de los Príncipes, en el mar de Mármara, bien vigilados. En Córdoba, que sepamos, nunca se utilizaron sistemáticamente tales modales. De todos modos, algo hubo. No todas las sucesiones fueron tranquilas. En especial la de al-Hakam II. Para evitar perder el control del príncipe Hisham, asesinaron a su tío al-Mugira, que no tenía interés en reinar. Limpiamente.

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