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Opinión | Disidencias

Periodista

Cementerios

La muerte llega y la devastación alcanza a todo nuestro proyecto vital igual que al de cuantos nos aman

El protagonista de ‘El séptimo sello’, la película de 1957 del sueco Ingmar Bergman, juega con la muerte en una playa una partida de ajedrez con el fin de tratar de escapar de ella, aunque sea a través de una apuesta que está condenado a perder. Ni con la muerte delante, Antonius Block, que ha dedicado diez años de su vida a las cruzadas en nombre de la fe y regresa a su Suecia natal duramente diezmada por la peste, sabe que, como dice la Biblia en el Apocalipsis, cuando se abre el séptimo sello, «se hizo silencio en el cielo». No intuye que la muerte, aunque le haya regalado una última e inviable oportunidad, es el silencio de Dios, la confirmación de que la vida ha sido una batalla destinada a perderse, la evidencia de que la agonía existencial habita allá donde cualquiera pueda atisbar un resquicio de esperanza, porque la esperanza no es lo último que se pierde, sino la vida.

Y no hay química ni fórmula ni tecnología ni trucada partida de ajedrez que pueda librarnos de lo absurdo y vacío que es morirse y hacerlo en silencio, delante del silencio de Dios. Uno se muere solo, por mucho que le acompañen familiares y amigos y casi siempre se muere sabiéndolo, desde minutos o días o semanas antes. Debe ser terrible vivir con eso y tratar de no transmitir a los tuyos el miedo, la angustia, la soledad, esa sensación de que nunca es buen momento, de que siempre queda algo por hacer, por ver, por vivir. Pero la muerte llega y la devastación alcanza a todo nuestro proyecto vital igual que al de cuantos nos aman.

Pierde el que muere y pierden los que se quedan. En un talk show le preguntaron a Keanu Reeves, un actor admirado por el público por su humildad y buen hacer en el cine y muy castigado por el dolor de la muerte de personas muy cercanas a él, qué podría pasar cuando uno se muere. Contestó: «Sé que los que nos aman, nos van a echar mucho de menos».

Cuando uno muere, con él muere todo el mundo que vivió, las miradas, las expresiones, las risas, las lágrimas, los buenos y malos momentos y, quienes quedamos, experimentamos la pérdida entre la tristeza y la melancolía. Últimamente, se nos está muriendo demasiada gente. Personas que han formado parte de nuestra educación social y sentimental - gentes de la radio, el cine o la televisión, de la cultura o el deporte-y personas que nos importan -familiares, amigos y conocidos- cuyas pérdidas han sido, están siendo muy sentidas porque con ellas se han ido trozos de nuestras almas dejándonos quebrados.

Frente a la muerte, también hay dos maneras de afrontarla. Para los que no creen en nada, que esto es todo y hasta aquí llegamos, seguramente la muerte es el final y, en tres horas, creen que quienes nos conocían ya estarán pensando en qué cenarán, en una semana nuestros nombres serán un registro en un ordenador, en unos meses se habrá resuelto nuestra herencia, si es que acaso hemos dejado algo, e iremos convirtiéndonos en anécdotas borrosas en las memorias ajenas, personas que jamás conocimos vivirán en la casa que tanto nos costó conseguir y, un día, estaremos muy distantes como lo están nuestros bisabuelos.

Otros, por el contrario, porque creen en un consuelo a veces inexplicable, pero que les alivia y ayuda a sobrellevar la carga de la ausencia, obtienen una luz que no ciega. Creer no impedirá la marcha y otras cosas que suceden cuando el cuerpo dice basta, pero ayudará a irnos en paz y ayudará a los que se quedan a ver amor y esperanza donde otros solo ven una lápida fría y un cuerpo que ya ha empezado a descomponerse.

En los cementerios de San Juan o La Soledad, en los columbarios de la Catedral o la Ermita de la Patrona de Badajoz y otros centros religiosos, por los campos, las aguas de los ríos o el mar, quedan las cenizas y el espíritu de los que fueron, de los que nos dieron vida y sentido a nuestras vidas. Ya no están, pero siguen con nosotros.

En estos días de fantasmas y difuntos, de ausentes y vacíos, unos abuelos, un padre o una madre o algún hermano o hermana, un amor que tuvimos y perdimos, amigos que tanto nos aportaron, siguen en nuestros corazones, no emborronan nuestros recuerdos, no son imágenes difusas. Se murieron, nos dejaron huérfanos, pero les honramos cada vez que, al caer, nos levantamos, en cada recuerdo, en cada imagen que recuperamos, por mucho que sus voces se hayan ido perdiendo en el tiempo, les recordamos cuando construían con nosotros lo que ahora somos, cuando casi casi muriendo nos animaron a seguir viviendo. No sé si la muerte es o no es el final, pero quiero creer que algún día en algún lugar habré de encontrarme de nuevo con los que ahora son cenizas o descansan en un cementerio.

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