Opinión
Cantina de Gévora: sabor de carretera con alma de pueblo
El humo de la brasa es el primer aviso de que aquí la parrilla manda, y cuando los platos llegan a la mesa, la sensación de hogar se multiplica

Antonio y su familia llevan la Cantina de Gévora desde hace treinta y nueve años. / P. G.
A pocos kilómetros de Badajoz, en el kilómetro 4,5 de la carretera que lleva a Cáceres, la Cantina de Gévora se alza como una parada imprescindible para quien busca autenticidad sin artificios. Su nombre remite a las ventas de antes, esas donde el viajero encontraba no solo comida, sino también conversación y descanso. Hoy, conserva ese espíritu de punto de encuentro entre la ciudad y el campo, entre el ruido del tráfico y la calma del río Gévora, que discurre cercano y da nombre a la pedanía. El entorno es sencillo, casi rural, pero tiene algo que invita a quedarse. El local mantiene la estructura clásica de las cantinas de carretera: barra al frente, comedor amplio y una terraza que se llena de voces cuando el tiempo acompaña. No hay lujos, ni falta que hacen. Aquí lo que importa es comer bien y sentirse en casa. Y eso, en la Cantina de Gévora, sucede con naturalidad.
La familia de Antonio es quien sostiene el ritmo diario del local. Llevan con el negocio desde hace treinta y nueve años y esa constancia se nota en cada detalle. Él, al frente de la barra, junto a su mujer y sus hijos, atiende con esa mezcla de oficio y cercanía que solo da el trabajo bien hecho. En su gesto hay hospitalidad sincera y orgullo por continuar una tradición familiar donde cada cliente es tratado como parte del paisaje. Hay quien pide «lo de siempre» sin necesidad de abrir la carta y quien se deja aconsejar por lo que sale ese día de la cocina. La confianza se nota: en las risas con los habituales, en las mesas largas de domingo y en los saludos cruzados con los que llegan de paso.
La carta responde al gusto extremeño: carnes a la parrilla, bacalao frito, venado en salsa, pulpo a la brasa, cazón en adobo, caldereta y tocino de cielo casero. Platos que se sirven sin alardes, en raciones generosas, con ese punto de honestidad que define a las cocinas de campo. El humo de la brasa es el primer aviso de que aquí la parrilla manda, y cuando los platos llegan a la mesa, la sensación de hogar se multiplica. En días de mucho movimiento, el comedor se llena y el servicio se vuelve más lento, pero nadie parece perder la paciencia: hay confianza en que la espera valdrá la pena.
La clientela es diversa: vecinos del pueblo, trabajadores de paso, familias que se escapan el domingo y senderistas que terminan la jornada con una cerveza fría. Muchos llegan por recomendación. Otros, por casualidad, pero todos repiten por lo mismo: una cocina que no engaña y un trato cercano. El equipo que atiende -siempre con una sonrisa y sin prisas- mantiene vivo ese aire de familiaridad que convierte la comida en una experiencia sencilla y completa. En los postres, el tocino de cielo y el flan casero son los más celebrados. No faltan los vinos de la tierra, ni el café con hielo de sobremesa que se alarga mientras el sol cae sobre la carretera. En la terraza, los niños corren entre mesas y los mayores prolongan la charla. Esa mezcla de ruido, brasas y buena voluntad define la esencia de la Cantina: un sitio donde comer no es solo saciar el apetito, sino detener el ritmo.
La Cantina de Gévora mantiene un equilibrio perfecto entre la sencillez del lugar y la buena mesa. Las raciones son abundantes, la cocina honesta y el trato cercano, de los que invitan a volver. Cuando el comedor se llena, el ritmo se hace más pausado, pero también más auténtico: aquí todo se prepara al momento, sin prisas y con el mimo de quien cocina para los suyos. Al terminar, el café se sirve sin ceremonia, con cucharilla de acero y conversación amable; algunos piden chupito, otros miran el reloj sabiendo que se han quedado un rato de más. Nadie parece tener prisa: en la Cantina de Gévora, el tiempo se mide en platos y sobremesas.
Gévora, la pedanía que da nombre al local, conserva aún su carácter agrícola. Sus vegas fértiles riegan cultivos de tomate y frutales y su paisaje se abre a un horizonte donde el Guadiana asoma cerca. En las rutas que cruzan el Puente de Cantillana, del siglo XVI, los senderistas mencionan la Cantina como punto final o parada obligada. No es extraño: después de caminar entre encinas y riberas, la carne a la brasa o la caldereta saben a gloria. Desde la terraza se adivinan los campos que alimentan la despensa, y ese círculo perfecto —producto cercano, cocina casera y manos de confianza— explica por qué este rincón tiene tanta vida.
La Cantina de Gévora no busca ser moderna ni reinventarse cada temporada. Su mérito está en mantenerse fiel a lo que es: un restaurante de carretera con alma de pueblo, un sitio donde la comida tiene sabor y la gente, nombre. En tiempos de menús globales y platos fotogénicos, este rincón recuerda que la buena cocina no siempre necesita discursos: basta con brasas encendidas, producto de la tierra y una mesa dispuesta. Así, entre humos, risas y platos generosos, Antonio y su familia siguen marcando el ritmo de la Cantina de Gévora. Quien se sienta en sus mesas descubre algo más que un alto en el camino: encuentra un pedazo de Extremadura servido en plato llano, con el calor de hogar que solo dan los lugares donde aún se cocina con alma.
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