Opinión | Cotidianidades
Cambio de hora
El cambio de hora me pone mal cuerpo, como una vacuna de la gripe, o incluso como la propia gripe

Paseo de Las Vaguadas por la mañana temprano. / D. A.
Cuando me levanté abrí la ventana de par en par para dar paso al nuevo día. La mañana olía a limpio, a recién puesta, a lluvia lejana, a leña de chimenea. Olía igual que todas las mañanas de domingo durante el mes de octubre. Domingos sin ruidos ni humo de coches. Fui al balcón para ver cómo despertaba el día. Las plantas de las macetas sostenían en las hojas pequeñas gotas de rocío, la terraza conservaba el frescor de la noche en el suelo brilloso, la oscuridad estaba a punto de desaparecer, tenía un tono más claro que el domingo anterior. El sol, mucho más tímido que en julio y agosto, empezaba a asomar como pidiendo permiso para iluminar y no para abrasar como hizo el último verano, todavía le faltaba unos minutos para salir desde detrás del horizonte en un día sin prisas. Un día en el que no se escuchaba el ruido de coches como en los días laborales ni el murmullo de gente ni niños con mochilas ni repartidores sacando mercancías de sus furgonetas, solo los pájaros actuaban como siempre con su canto colectivo. Los relojes antiguos marcaban una hora y los nuevos, el del móvil y el del ordenador, una hora menos. Aunque ahora daban igual los relojes, era domingo y el domingo se vive sin horas. Vivir sin horas es una aspiración que no he conseguido nunca ni cuando viví en el pueblo ni cuando viví en el campo, aunque en el campo me aproximé en algunas ocasiones.
No sé por qué cambian la hora. El cambio de hora me pone mal cuerpo, como una vacuna de la gripe, o incluso como la propia gripe. El cambio de hora me tiene unos días atolondrado, desorientado y hasta un poco triste. En estos días uno piensa más en la vieja ambición de vivir sin reloj, un privilegio que quizás consigan los jubilados. Vivir sin horas es no morir cada día un poco, o al menos no darte cuenta. Cuando llegue el día de la jubilación, ese día que tantos anhelan y yo desprecio, ese primer periodo de una situación nueva, la última situación nueva de una vida, cuando llegue ese día no voy a apuntarme a nada, no voy a ir a la Universidad de Mayores ni a los cursos de la Universidad Popular ni a la Escuela de Idiomas ni a la biblioteca a leer el periódico ni voy a correr una media maratón ni a salir todos los días en bicicleta ni ir a desayunar siempre al mismo bar a la misma hora ni tener un perro y muchos menos un gato. Voy a escribir cuando quiera, que probablemente sea todos los días, y a leer cuando me apetezca, probablemente también todos los días. No voy a hacer nada que requiera un horario y borraré de mi vocabulario la palabra obligación. Quitaré de mi agenda a aquellos que hablen de la rutina llamándola bendita rutina. No sé por qué cambian la hora, un cambio que me traen estos pensamientos raros que hacen escribir de la jubilación a alguien que solo escribe de lo que conoce y la jubilación solo la conoce de oídas. Así que para curarme de mí mismo y de tanto pesimismo salgo a la calle.
El semáforo que regula el tráfico de la autovía con Fernando Calzadilla y la avenida Damián Téllez está en rojo aunque no hay nadie ni coches ni personas, no obstante el semáforo sigue a su ritmo, rojo naranja y verde, no hace falta que nadie lo vigile, ni tener espectadores para seguir trabajando sin interrupción, a su ritmo.
He salido como siempre sin mirar el reloj, aunque sé que ha cambiado de hora. Salgo para caminar desde casa hasta la gasolinera de Las Vaguadas, siempre que lo hago me encuentro con los mismos, nos saludamos con un buenos días, o con un gesto, como cuando vivía en el pueblo. Siempre me encuentro con tres hombres que suelen ir hablando de política. Supongo que ahora con las elecciones del día 21 tendrán materia para discutir. Yo lo que más he escuchado a la gente, lo que algunos le piden a estas elecciones es que no les toque ser miembro de una mesa electoral el día antes de la lotería de navidad, con eso se dan por satisfecho. Con el trabajo que costó pelear por una democracia después de una larga dictadura, parece mentira que la política produzca tanta indiferencia, no nos damos cuenta del perjuicio que nos causa esa apatía que han generado algunos políticos de bajo nivel, el daño que han hecho.
Sigo caminando, voy por donde se produjeron los fuegos intencionados este verano, entre la Banasta y la urbanización de las Golondrinas, se empiezan a ver algunos brotes verdes aunque todavía está todo negro y quemado por aquellos fuegos provocados. Hoy también echo de menos en este paseo, cuando veo lo quemado, a Juan, un bombero al que conozco hace tiempo y que ya está jubilado, también me suelo cruzar con una señora de unos cincuenta años que siempre va en mallas, lleva unas gafas de sol y me da los buenos días con voz ronca y a una chica joven de treinta años que va andando deprisa a la que nunca he saludado ni me ha saludado, algunas veces que he ido por la tarde, también la he visto y también ha mostrado su indiferencia ante mi presencia invisible para ella. En algunas ocasiones me he cruzado con Miguel Ángel, el propietario de la sala Arte Joven, con el que me paro para hablar un rato de alguna de las exposiciones. Aunque hoy, que es el domingo del cambio de hora, es un día raro, me he cruzado con muy poca y con ningún conocido. La gente ha respetado el cambio de hora desde bien temprano, cuando todavía no es necesario.
No sé por qué cambian la hora. Estoy raro, voy andando sin ganas, como un boxeador noqueado, y todavía queda la tarde.
No sé por qué un domingo de octubre nos tienen que cambiar el ritmo de esta forma tan brusca.
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