Opinión | Disidencias

Ángel

Anda el personal cabreado. Influyen las obras que se eternizan, los proyectos que se cancelan, los debates que no sirven para nada, el vocerío que solo es ruido y melancolía, grandes ideas que no son más que repeticiones y, en fin, la tormenta perfecta que, con la inflación, el desempleo, las hipotecas, la burocracia, el cachondeo del tren y la limitación de libertades han generado la sociedad del mal humor. Badajoz es una ciudad enfadada. Las redes sociales no han ayudado, siempre sembrando la discordia, el ataque y el guerracivilismo. Los egos se amplifican y, así, es imposible el diálogo y los consensos. La política no es precisamente un pegamento de ideas y voluntades sino, más bien, el cuadrilátero donde cada uno reparte como puede con tal de ver caer al otro. Si no somos capaces de ponernos de acuerdo con una bandera, desistamos en asuntos más importantes. Eso sí, tenemos un ejército de todólogos y expertos perfectamente preparados, de abrumadores conocimientos y generosa condescendencia. Cada día todo se embarulla un poco más y ya molestan los opinantes, los que te paran por la calle para quejarse, los que te cuentan enfermedades propias o ajenas, los que te hablan poniendo tan cerca su boca que tienes que comerte sus asquerosos alientos y virus, los que te agarran por el codo para que no te vayas o los que te dan en el hombro para que no les niegues tu atención. Si mi esperanza de futuro ha de descansar sobre los pilares de una sociedad malhumorada y petarda, prefiero que me toque una Primitiva y así perder de vista a tantos cansinos que solo dan la vara y contagian toxicidad. O que ocurra el milagro de encontrarte con un ángel. Me pasó el otro día, en la calle Enrique Seguro Otaño, habiendo salido de El corte inglés. Llovía y caminaba con dificultad puesto que las bolsas del supermercado y el paraguas no ayudaban. La gente iba apresurada, con los hombros encogidos y las cabezas mirando hacia el suelo para evitar charcos y baldosas traicioneras. Y justo en esas circunstancias adversas, sin esperarlo, vi un ángel. Y lo mejor es que el ángel me habló. Era una mujer ni muy joven ni mayor, vestida con la elegancia de quien tiene la belleza por costumbre y, lo más importante, con una luz en su rostro que deslumbraba. Ese ángel, cuya identidad desconozco, puso su mirada en mis ojos, me sonrió, me dio los buenos días y continuó su marcha. Le respondí, claro, pero no sin aturdimiento y estupefacción. No todos los días uno se encuentra con un ángel. Y es que, en este mundo avinagrado, una sonrisa y una palabra amable no hay política ni experto que lo supere. Ni que lo entienda.