Opinión | Disidencias

Attica

El neurólogo y psiquiatra austríaco Viktor Frankl escribió en 1946 ‘El hombre en busca de sentido’, donde relataba sus experiencias en campos de concentración nazis y trataba de explicar cómo hacer frente a una situación en el abismo. La búsqueda del sentido de la vida, de las decisiones que tomamos, de las cosas, es el demoledor motor que nos acompaña durante la existencia. Necesitamos una explicación para todo. No entendemos el azar, que las cosas ocurran porque sí. Necesitamos creer en algo, pero, para creer, necesitamos argumentos, explicaciones. Escribía Frankl: «La vida no es principalmente una búsqueda de placer, como creía Freud, o una búsqueda de poder, como enseñó Alfred Adler, sino una búsqueda de significado». Cuanto está ocurriendo en esta España evanescente necesitamos que alguien lo argumente sin mentiras, opacidad y adormecimientos televisivos. Aparte de los antisistema, radicales, anarcojuerguistas, ultras, frikis, tontos de capirote y otras especies y despojos por calificar, que no son muchos, pero pocos tampoco, porque todo el mundo quiere su minuto de gloria o prenderle fuego a la mecha, las explicaciones al absurdo que nos alimenta las hallamos en tres jinetes del apocalipsis: el dinero, la ingenuidad y la arrogancia. Los hay que creen en lo que haya que creer porque tienen un precio, porque ganan un dinero que jamás habrían ganado en sus vidas, porque lo ganan, en muchos casos, sin haber trabajado nunca y sin haber estudiado más que para el carnet de conducir. Que apoyen toda esta barbaridad por un plato de lentejas, está dentro de lo posible y, casi, de lo compresible. Luego, los que creen en lo que se les dice (el diálogo, el consenso, la normalización, en fin, ya saben, milongas) y lo creen porque son almas ingenuas que piensan que los demás, los suyos, los que les mandan y someten, son buena gente, que miran por ellos. En el fondo, son pobres de espíritu, pero mientras no les falte de nada, tampoco necesitan nada más. Finalmente, están los arrogantes, los convencidos, los que creen de verdad en el discurso imperante, o sea, que hay separatistas, nacionalistas e independentistas, sean de izquierdas o de derechas, en Badajoz, Teruel, Valladolid, Cádiz o Ciudad Real. Tenemos que contar con eso también: que un vecino nuestro sea, aunque nos resulte increíble y ridículo, insolidario, poco leído y rupturista, o sea, que no le importe sentar a su mesa a filoetarras, golpistas y gente que aún sigue creyendo que Cervantes era catalán. Dado que estamos en el Apocalipsis, nos falta un cuarto jinete, los tibios, los que no saben qué hacer o saben que lo mejor es no hacer nada, los del gatopardismo, que todo cambie para que todo siga igual. El problema es que a los tibios los vomitará Dios de su boca y los jinetes del Apocalipsis nos devorarán a todos. Mientras, solo nos queda gritar ¡Attica! ¡Attica!, como el protagonista de la película ‘Tarde de perros’, en referencia al asalto a una prisión que resultó un auténtico baño de sangre y caos como esa tarde caótica que vivieron los dos atracadores de un banco en Nueva York, creyendo que duraría solo diez minutos, que a las cuatro horas ya se había convertido en un circo y ocho horas más tarde era la emisión en directo más importante de la televisión. Mientras gritamos ¡Attica!, como Pacino, en contra del abuso y la anarquía, contemplamos, en esta lánguida y sofocante tarde de perros, que todo está a punto de acabar como el rosario de la aurora.