Opinión | el embarcadero

El cobalto del Congo

Los utilizamos a diario. Se han convertido en una herramienta imprescindible, aunque no nos paramos demasiado a pensar con qué elementos se han fabricado teléfonos inteligentes, tabletas u ordenadores portátiles. En sus baterías recargables, como también ocurre con los vehículos eléctricos, hay un componente esencial: el cobalto. La extracción de este metal se realiza en minas a cielo abierto en la República Democrática del Congo, donde cientos de miles de trabajadores, incluidos niños, se enfrentan a condiciones infrahumanas y a un balance de un millar de muertos al año, ocasionados por enfermedades y deslizamientos de tierra. Muy a su pesar, se repite el sino que padeció esta región del África ecuatorial a finales del siglo XIX, en tiempos de un imperialismo que permitía que las potencias europeas dominasen el mundo, extendiendo su control sobre África y Asia. El despropósito fue tal entonces que el denominado ‘Estado Libre del Congo’ fue una colonia personal gobernada por el rey Leopoldo II de Bélgica entre 1885 y 1908, intervalo durante el cual fue objeto de una explotación sistemática e indiscriminada de sus recursos naturales (en especial marfil y caucho), en la que se utilizó mano de obra indígena en condiciones de esclavitud. Han pasado bastantes años y nos llegan hoy imágenes que nos dejan sin palabras: miles de hombres, mujeres y niños cavando contra su voluntad en inmensas minas congoleñas para extraer uno de los metales más codiciados del planeta: el cobalto. Entre esas personas hay mujeres con bebés atados a sus espaldas y miles de niños cubiertos de suciedad tóxica. Todos ellos rebuscan en la tierra para llenar un saco de cobalto al día y ganar, como mucho, uno o dos euros, según lo cuenta el investigador y escritor Siddharth Kara en un libro desgarrador, titulado ‘Cobalto rojo’. Es China el país que controla la mayor parte de esas minas. Luego los gigantes tecnológicos compran ese cobalto para elaborar las baterías de los dispositivos y coches eléctricos que nosotros adquirimos. Perdura, por tanto, la mentalidad colonial de ir a un lugar, tomar lo que queramos de allí sin importar el coste en vidas o para el medio ambiente y, cuando ya no lo necesitamos, nos vamos, dejando atrás un apocalipsis en la zona. La lectura de este recomendable ensayo nos pone frente al espejo y nos transmite un mensaje terrible: cómo las baterías de nuestros dispositivos están manchadas de sangre. Se ha expuesto esta realidad neocolonial y las voces de la gente del Congo están llegando a todo el mundo. Ojalá sirva para poner fin a esta catástrofe medioambiental y de derechos humanos. Quienes consumimos este tipo de productos, en los que se emplea este mineral, también tenemos un grado de responsabilidad ante estos abusos.