Opinión | Cuadernos de viaje

Wilmington, Carolina del Norte

La semana pasada estábamos en Wilmington, y les contaba sobre cómo su historia está manchada de sangre y de oprobio por haber sido el escenario del único golpe de estado de este país. Hasta la fecha al menos. Esperemos que dentro de muchos, muchos años, podamos seguir diciendo lo mismo porque eso significará que la democracia ha sobrevivido a estos tiempos convulsos. Una época en la que un candidato a la presidencia es condenado por asuntos fiscales (recuerden que el asunto ‘menor’, que supuso el fin de Al Capone, fueron, precisamente, los impuestos ), en la que recorre tribunales por diferentes estados y por distintos delitos, y, sobre todo, en la que es acusado de promover una insurrección que tiene concomitancias con lo que ocurrió aquí, en 1898. Volviendo a nuestro viaje, les recomiendo alojarse en una casa señorial, del centro histórico, convertida en ‘Bed and breakfast’, y recorrerlo a pie paseando hasta el puerto. Entrar sin prisa en alguna tienda de especias para comprar condimentos cajún. Antes de hacer este viaje desconocía la diferencia entre la cocina Cajún y la criolla, y tampoco sabía el origen de platos tan populares como la sopa gumbo y la jambalaya. Basta su nombre para sentirnos reconfortados como lo hace un plato humeante en un día frío. La cocina Cajún la trajeron los franceses que emigraron a Canadá en 1600, de la que tuvieron que huir, estableciéndose, finalmente, en el sur, sobre todo en Louisiana. La costumbre en su país era cocinar todo en la misma olla, estofando carnes de sus granjas y los vegetales que encontraban. El modo de cocinar se mantuvo, pero cambiaron necesariamente los ingredientes, incorporando lo que había, langosta, cangrejo, caimanes…, agregando pimientas y aliños que otras comunidades del sur utilizaban. 

Los cajún eran pobres y campesinos, y vivían a lo largo del pantano, por lo tanto, al carecer de refrigeración, cocinaban con manteca de cerdo para conservarla mejor y más tiempo. La cocina criolla la traen los colonos europeos al sur, principalmente a Louisiana en el siglo XVII. Se basa en sabores de sus países natales, mezclados con los de los esclavos africanos y caribeños. Los criollos eran urbanos, familias europeas adineradas, con acceso a la electricidad y a una gran variedad de materias primas de fuera, por lo que teniendo refrigeración no temían utilizar productos lácteos, por ejemplo para hacer salsas siguiendo la tradición francesa. El aroma a hierbas escapa de la tienda y sube por la calle abriendo el apetito. Así, como conducidos por la flauta de Hamelin, llegamos a la puerta de la osteria. Son las cinco, pero las mesas para la cena están casi todas ocupadas. 

De las cosas que más sorprende a los viajeros es la costumbre de cenar temprano, cuando en nuestro país apenas ha acabado la comida, y la de tomar cócteles. No como se hace en España, cuando se sale de copas, sino como aperitivo, antes de comer. Para romper el hielo, esperar a los amigos en la barra, darle tiempo al cocinero o para acompañar los entrantes. Tal como lo vemos en las películas, como lo hacían en ‘Mad Men’ o Doris Day. ¿Cómo resistirse a un Dry Martini con un gin que se llame Dorothy Parker? Con dos aceitunas, please. ¿La señora lo prefiere sucio? La primera vez que visité Nueva York esa pregunta me dejo descolocada. Ahora ya sé que se refiere a echarle, o no, unas gotitas de la salmuera de las aceitunas, que, a mi juicio lo mejora. Este, sin embargo, tenía algo que no conseguía descifrar. El secreto, según confesó el barman era mezclarlo con un poco de líquido de ostras. Y efectivamente, ¡sabía a mar! Caminando, de vuelta, nos salen al encuentro ritmos distintos, clubes y restaurantes con música en vivo. Los músicos ladean la cabeza para saludar y la camarera limpia la barra justo donde hay taburetes libres. El jazz, y la noche, suaves, como la novela de Scott Fitzgerald. Mañana continuamos la ruta y yo les seguiré contando la semana que viene.