Opinión | Cuaderno de viajes

Segundo día de vuelta

En el camino de vuelta a veces aparecen lugares que de improviso te sorprenden y uno se detiene y el regreso se demora. Dejamos Washington a un lado y la base de los marines en Quantico. Era noche cerrada cuando llegamos a Baltimore, atravesando el río por el otro puente, cerca del que el carguero derribó hace unas semanas. Desde el balcón del hotel las calles se veían nevadas. La mañana se presentaba tan fría y desangelada, que decidimos cambiar el rumbo de nuevo. Unas horas de desvío para reencontrar un paisaje que en otro viaje nos reconfortó el alma. Fue antes de primavera. Hombres con camisas blancas y sombreros negros preparaban los campos para la siembra con el arado romano. Las mujeres, con vestidos oscuros y cofias inmaculadas, barrían el porche y aireaban edredones hechos de trozos de tela. Los niños, vestidos de mayor, volvían de la escuela caminando. Se oye trotar a los caballos que tiran de los coches cubiertos. El condado de Lancaster es territorio Amish. Sin embargo, esta vez, la lluvia, cada vez más intensa y la niebla, apenas deja adivinar más que las siluetas de los carros, y las luces, temblonas, de las velas en las ventanas de las granjas. Buscando un lugar donde dormir nos encontramos con The Washington House Hotel, junto al Sellersville Theater. En 1742 unos inmigrantes alemanes construyeron una granja junto al sendero. Y allí, supuestamente, se refugio la campaña de la libertad en 1777, escapando, desde Philadelphia, de los británicos. Sobre aquella granja se levantó lo que es hoy el hotel, con su aire de Saloon del oeste, de lugar de descanso para los viajeros de las diligencias y de clandestinidad, que desde la ley seca de los años 20, se le ha quedado grabado. Justo al lado, donde se situaba el establo se encuentra un teatro. Esa noche sonó country y rock. En la platea el público local taconeaba en lugar de aplaudir porque las manos sostenían cervezas que balanceaban siguiendo el ritmo de la música. Amaneceres como entretelas. La luz tamizada y el frío agudo. La carretera es estrecha y serpentea, a los lados casas con jardín que se confunden con el bosque, y ríos que suenan a cascadas, rápidos entre muros de nieve apelmazada. Mirar, desde la ventanilla del coche, el horizonte largo, partido en dos por las líneas pintadas en el asfalto. Desde la ventanilla del coche la vida parece dulce. Mientras Wily Nelson canta, suave como se escapa la luz en este enero ya cerca de la ciudad. Nueva York despunta, con prisa.

Rosalía Perera es abogada