Opinión
La vida es un fandango
El tiempo llega veloz y escucho: «La vida es un fandango, así que más te vale aprender a bailar»
Tengo una madre fuerte. Incansable y dura como lo son las mujeres de esa generación. Esas que deben estar al borde del abismo para oírles una queja. Con los noventa años casi a la vuelta de la esquina, sigue con su curiosidad intacta, tiene una memoria de elefante, buen humor y gracia y hasta en los malos, malísimos, momentos que ha atravesado en su vida, no le ha hecho falta tararear la canción de resistiré, porque lo lleva en su ADN.
Lamenta haber dejado de conducir y no tener conocimientos de fontanería o electricidad para no depender de ningún hombre. Arrastra las mangueras para regar su jardín, carga con la comida de sus perros, con los que tiene la paciencia de un santo y a los que les da un cariño infinito. Aunque nada comparable al que le da a sus nietos. Habla con ellos con una apertura de mente que no tuvo antes y les pregunta por todo y de todo, por ejemplo que es eso del poliamor. Moviendo la cabeza de medio lado y pensativa les dice que eso debe ser complicado. Ante la disparidad de opiniones o modos de vida siempre repite « cada uno, es cada uno». Quiere saber en qué consiste el tema que uno estudia ese día y qué utilidad tendrá. Reparte consejos sobre cómo tratar con los novios, novias y amigos, y les repite, como un mantra, que no les debe importar lo que diga el vecino, sino construir su propio camino y ser feliz. Amasa cada día su pan mientras contesta e increpa a los políticos que se asoman a la televisión desde primera hora de la mañana. Cuando no la encuentras, puede estar subida a una escalera o con el destornillador en la mano para montar una estantería donde ordenar las herramientas.
Pese a eso cada día está más pequeñita. Sus huesos no han tenido cuidado alguno. Nadie le habló en su día de hormonas, ni de suplemento alimenticios, ni de ejercitar los músculos. Su único deporte ha sido su profesión, su familia, vivir. Por eso ella siempre me insiste en que me cuide, y yo , que he sido niña de libro y mujer de despacho, nunca he tenido tiempo. Veía lejos, lejísimos, el momento en que realmente eso fuera necesario. Pero el tiempo llega, veloz, y ya me escucho repetir eso que tantísimas veces le he oído a ella rememorando un dicho de su padre : « la vida se va en un soplo». Y aquel « la vida es un fandango, así que más te vale aprender a bailar».
Ahora, mirándola, queriendo heredar mucho de lo bueno que ella tiene y mejorar lo poco malo que le aqueja, me he puesto a ello. A aprender a bailar algo que no sea pasos desordenados en la cocina y en eso ando, buscando una profesora que me enseñe a mover el esqueleto. Mientras, estoy aprendiendo a escucharlo. Y a hablarle. A decirle con ternura, perdóname por descuidarte, ánimo, sopórtame . De lunes a viernes lo respiro, lo estiro, lo levanto, lo doblo, lo tuerzo y lo fuerzo. Le sonrió porque se que empieza a reconocerse y a saber que, cuando llegue la edad de mi madre, podrá, podré, decir que al final aprendí a bailar.
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