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El chinero

20 años no son nada

20 años no son nada

Parece mentira que hayan pasado 20 años. Es lo que pensarán todos aquellos que vivieron y sufrieron la riada de Badajoz la noche del 5 al 6 de noviembre y los días, las semanas, los meses siguientes: los familiares y amigos de los fallecidos, los que lograron sobrevivir y salvar a los suyos de una lengua gigantesca e imbatible de lodo y barro, los que tuvieron que empezar de nuevo porque perdieron todo por lo que habían trabajado muchos años, los que no dudaron en acudir raudos a la llamada de ayuda urgente, los que contribuyeron con su solidaridad a la recuperación de los barrios rotos, los que entonces tenían responsabilidades de gobierno y los que fueron testigos, más o menos cercanos, de toda la tragedia que el agua bravía arrastró.

Han pasado 20 años y no hacen falta placas que rememoren lo ocurrido, porque la cicatriz aún es visible en forma de arroyos encauzados y medianeras desprotegidas. Todos en Badajoz recordarán la tempestad de aquella noche, la lluvia incesante, el viento amenazador y, a continuación, al día siguiente, el silencio sobrecogedor, el sol brillante, como si nada hubiese ocurrido al otro lado de la ciudad. Las líneas de teléfono fallaron y también las conexiones radiofónicas y la falta de comunicación retardó que el entorno fuese consciente de lo sucedido. Con la luz de la mañana se destaparon las dimensiones de la tragedia: 22 muertos en Badajoz y 3 en Valverde de Leganés. Una mujer, Antonia, aún sigue desaparecida. Demasiadas familias destrozadas, aun sin fallecidos, por la experiencia sufrida. Por mucho tiempo que pase, los detalles no se olvidan. Las imágenes no desaparecen, ni los gritos mudos de quienes no pudieron sortear la tragedia. Los padres que pudieron salvar a sus hijos en un último golpe de vida, los ancianos rescatados por sus vecinos, los niños tiritando en las azoteas con los pijamas empapados, la fuerza de la corriente que todo arrastraba a su paso.

Recuerdo la humedad y el barro de los días posteriores que el agua ya limpia no lograba arrancar. Los coches desvencijados y los muebles amontonados, inservibles, en las calles del Cerro de Reyes más próximas a los arroyos.Recuerdo la angustia de un padre que había sido acogido en la residencia Hernán Cortés. Contaba cómo su hijo se había despedido con un abrazo apretado temiendo que la muerte era ineludible. El agua ya les llegaba al cuello y pensaban que no tendrían escapatoria. Lloraba mientras narraba su experiencia, de alegría y de pena, por lo que pudo haber sido y no fue. Lo contaba porque ambos se salvaron, pero seguía con la congoja aferrada, imposible de despegar. Conservo vivas las imágenes de los días siguientes grises, nublados, mojados, de los vecinos con las botas katiuskas y los perniles embadurnados. Aún veo el Guadiana crecido, el puente de la Autonomía ciego, sin ojos, y el agua turbia y densa a punto de saltar el tablero.

Recuerdo el funeral colectivo en el pabellón de La Granadilla con la familia real, el luto múltiple y la comitiva de coches fúnebres en dirección al cementerio Nuevo. Recuerdo las guardias en la Delegación del Gobierno pendientes de la reunión del gabinete de crisis. Recuerdo las viviendas provisionales que se habilitaron para aquellos que carecían de un techo y los nuevos barrios surgidos para los que perdieron el que crearon con su esfuerzo. A partir de ahí, los años han pasado y la herida sigue abierta. Esta fecha permanecerá en el recuerdo mientras vivan los que comprobaron aquella noche el descomunal daño que puede provocar la naturaleza. Demasiado pronto para olvidar.

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