Opinión | Paseo por Badajoz

Mirar con ojos de niño

Me gusta la Navidad desde que la veo a través del brillo de unos ojos infantiles

Cuando se va el calor de verano y empieza el buen tiempo de invierno, Badajoz se tiñe de amarillo. Caen hojas de los árboles formando hermosas alfombras que en pocos días serán como trampas resbaladizas parduzcas y feas, la belleza es breve. Aunque haya otras señales, sobre todo en las estanterías de los supermercados, la desnudez de los árboles es uno de los primeros indicios de la llegada de la Navidad, esa fiesta de los excesos afectivos.

Mientras que en Badajoz contemplamos la caída de hojas muertas, en otros lugares caen bombas de muerte. Nosotros preparamos el cuerpo para el engorde como si fuera época de montanera humana; otros conviven con el hambre y la muerte, pero hoy no quiero escribir de guerras. No quiero escribir de guerras en estos días que se habla de regular la inteligencia artificial para que sea ética, cuando tampoco estaría mal regular la ética de la inteligencia humana. Putin seguramente siga siendo presidente y llegue a los 30 años en el poder. Si a muchos se les está haciendo largo los 5 de Pedro Sánchez imagínense los 30 de Putin, que no solo es un tiempo largo para rusos, si no para el mundo entero. La ética debería existir hasta en los concursos de carteles de Carnaval. Tampoco quiero escribir de líderes políticos ambiciosos ni de Putin, ni de Netanyahu, ni de Milei, ni siquiera de los nuestros, en estos días en los que la Navidad lo acapara todo.

Se respira Navidad por toda la ciudad iluminada con luces que nos guían como una estrella de Belén a tiendas, restaurantes y bares para gastar la paga extraordinaria, y que luego tenga sentido las palabras utilizadas entre los amantes de las frases hechas “la cuesta de enero”. Una cuesta para escaladores privilegiados. Los del pelotón nos quedamos rezagados subiendo a paso lento, sin fuelle ni fondo, ni fondos. No quiero escribir tampoco de las colas del puente de diciembre. Hemos visto las aglomeraciones en los días festivos de la Inmaculada, y la Constitución. Qué ganas tiene la gente de salir desde que el Covid nos tuvo encerrados. Ahora sentimos la necesidad de abrir la puerta y escapar, de huir de entre las cuatro paredes de casa. Da igual hacer colas de siete horas en doña Manolita para comprar un décimo, o esperar un par de horas para comer un bocata de calamares en la Plaza Mayor de Madrid, o una bifana en la plaza del Carmen de Lisboa. La cuestión no es viajar, la cuestión es escapar de nuestras casas que todavía rezuman olor a lejía, gel hidroalcohólico y mascarillas. No queremos que nos vuelvan a encerrar. No quiero hablar de la Navidad porque los que escribimos lo hacemos para criticar sus numerosos tópicos: los cuñaos, las cenas, las uvas, la cabalgata, Papa Noel, los amigos invisibles, la comida de empresa, el exceso de amor… La mayoría de columnistas escribe para ironizar sobre una Navidad que critican y que a mí, desde que soy padre, me gusta. Me gusta desde que la veo a través del brillo de unos ojos infantiles.