Opinión | cuaderno de viajes

New York-Virginia Beach

Central Park se queda atrás. En el retrovisor, blanco y blando como las plumas de un edredón. Lo cubre de belleza. Inmaculada. Rota solo por el claxon de los camiones, las sirenas de las ambulancias y la policía, alborotados por un tráfico imposible. Atascos y atajos hasta llegar al Lincoln Tunnel dirección New Jersey. Los centros comerciales, las urbanizaciones se quedan a un lado y enseguida Pensilvania nos sale al paso. El hielo enfría las ganas de correr de los conductores prudentes. Dos accidentes. Coches en sentido contrario que patinaron en círculos, los ocupantes salen y parecen personajes de cine mudo, con el gesto congelado en su alivio. Delawere, Maryland pasan a ráfagas. Los copos caen, y también la tarde, encendiendo las luces tras las ventanas. Eso es todo lo que puedo ver desde mi asiento. Lamparitas que se prenden por una silueta recortada en otra luz de más atrás, de la cocina quizá. Las cortinas enmarcan el azul lejano de un televisor. Un recuadro que delimita una historia. Vidas que pasan como los vagones de un tren. Nocturno. Los caminos de acceso hasta las puertas ya no se distinguen. Ya todo es puro. El invierno de un cuento. Cerca se abre la bahía de Chesapeake, que es el estuario más grande del mundo. Su nombre ‘madre de las aguas’, deriva de una antigua palabra nativa americana, el algonquion. Si fuera verano los restaurantes y los bares de carretera olerían a mantequilla y a old bay seasoning. Esa lata que habrán visto en las películas, amarilla, con letras rojas. Laurel, diferentes pimientas, clavo, cardamomo, nuez moscada jengibre, mostaza, sal y pimentón, que es con lo que condimentan el cangrejo azul de Maryland, esa rara exquisitez que se diferencia por su sabor y por tener el caparazón blando. Pero hasta primavera no comienza la temporada. El letrero del estado de Virginia llega a la vez que la noche. Apenas se distingue el puente, serpenteando, largo, como la columna curvada de un dinosaurio, que habla con su hermano. Un puente doble de 26 km, que contiene un túnel. El viento mueve las palmeras que suenan como asustadas, y el termómetro solo ha subido a los menos uno grados centígrados. Las puertas automáticas del hotel, junto a la playa, se abren, dejando escapar un vaho cálido, de refugio. Apenas hay tiempo más que para unas notas en el cuaderno antes de cerrar los ojos, pensando en el camino. Hasta la semana próxima.