Opinión | El Embarcadero

La masificación turística

Viajar se ha constituido en un ritual para millones de personas 

A casi todo el mundo le gusta viajar, se ha constituido en un ritual para millones de personas de todo el planeta. Para explicar el porqué se emprende un viaje hemos de recurrir a un puñado de motivos más o menos recurrentes: por conocer otros sitios, descansar, huir de la rutina, liberarse… Algo más que lícito, hacer turismo, y todo lo que ello conlleva, se ha erigido en un sector fundamental para la economía española. Nadie cuestiona que es nuestro petróleo, que genera riqueza y puestos de trabajo. Una película de finales de los sesenta, de Paco Martínez Soria, nacida al calor del desarrollismo y el auge del turismo de sol y playa, ya nos lo recordaba: ‘El turismo es un gran invento’. 

¿Qué localidad no quería apuntarse entonces a ese carro ganador que suponía convertirse en un centro turístico, y lograr así mayor dinamismo económico? Sin embargo, nuestra gallina de los huevos de oro está siendo tan explotada que puede acabar destruida por la avaricia y la codicia, especialmente en determinadas zonas. Una de ellas es Canarias, donde el pasado mes de abril se produjo una histórica manifestación contra un modelo turístico que ha sobrecargado el archipiélago. Los datos avalan un crecimiento desmesurado, por ejemplo, del número de establecimientos hoteleros. Así, de aquí a finales de 2025 está previsto que se construya un hotel cada cuatro días en España, es decir, unos 260 en tan solo año y medio; sobre todo, en los enclaves más turísticos, como Valencia, Alicante, Málaga, Madrid o las islas Canarias. 

Y eso choca con las protestas de los vecinos, que denuncian que esa masificación de turistas está acabando con su vida de barrio. Visitar el centro de ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla nos devuelve la imagen de áreas saturadas de gente, muestra clara de una turistificación por la cual muchos vecinos huyen de allí por culpa del desorbitado aumento del coste de la vivienda y la proliferación, sin control, de hoteles y apartamentos turísticos. En el corazón de estas tres capitales, el trasiego de maletas es constante y estos espacios se han transformado para acogerlos: las terrazas campan a sus anchas, también en calles estrechas, hasta el punto de que uno no puede a veces ni pasar. Además, tomar algo en el bar de siempre sin reserva es impensable. En la ciudad condal han llegado a borrar de Google Maps una de sus líneas de autobuses, como itinerario recomendado, tras las quejas de los vecinos del Park Güell, que veían cómo los turistas colapsaban el bus del barrio. De un día para otro, la marabunta de visitantes se evaporó. 

Todas estas situaciones nos hablan de una necesidad: la apuesta decidida por una diversificación turística, respecto a su oferta y distribución geográfica. Desplazarnos a otro territorio para disfrutar de su patrimonio, su cultura, su gastronomía o su riqueza natural es legítimo; pero nos ha de llevar siempre a una reflexión personal: más allá de lo que suponen mis gastos para la economía del lugar, ¿cuál es el impacto social que tiene en el entorno y en cuanto a las molestias entre la población residente? Turismo, sí, pero con límites, no a cualquier precio.