Opinión | Cuadernos de viaje

Charleston, Carolina del Sur

Si ustedes han visto la película ‘Nomadland’, podrán imaginar el paisaje que flanquea las carreteras antes de llegar a Charleston. Desde Virginia los contenedores convertidos en viviendas, los remolques, caravanas, coches sin ruedas se hacinan convirtiéndose en poblados móviles en una provisionalidad que a veces se convierte, décadas más tarde, en definitiva precariedad. La visión desde el coche es una secuencia de cine sin personajes. No se ve, ni se oye nadie, solo los pájaros, de alas grandes, las garzas sobre los árboles, el vuelo de los pelicanos que anuncian el mar. Los suburbios son llamativos, y ruidosos como los restaurantes de comida sureña, llenos a rebosar. Risas a dos carrillos de gente grande a la que le hace feliz comer. La ciudad emerge, bonita, inesperada, como el sol en un día de invierno. Y nos deja todo el día con una sonrisa en la cara. El aire es afilado y se mete bajo la ropa, se cuela por los agujeritos de la bufanda pero no importa, la luz se embelesa mirándose en las casas con sus balaustradas blancas, sus alféizares tallados, sus cornisas que parecen el copete de merengue de una tarta nupcial. A lo largo de las calles parecen competir en señorío. Las tiendas en los bajos, no son franquicias, sino pequeños negocios llenos de encanto. Una librería que parece un buen lugar para quedarse, con sus notas de recomendación escritas a mano apoyadas en los estantes, sus sillones confortables y sus alfombras mullidas que amortiguan la vida exterior, recogiendo tus pasos, deteniéndote. Enfrente se venden mapas, globos terráqueos, prismáticos y catalejos. Un anticuario muestra mercancías que no caben en mi maleta pero me despido chasqueando la lengua como hacen los entendidos después de probar un buen vino. Escaparates con vestidos de colores de verano, sombreros de paja y ganas de luz. El mercado ya no vende carne, ni pescado, sino artesanía para turistas y para los que se aburren de aguardar en casa que deje de hacer tanto frío. Las horas de comer no son estrictas como en España, se confunden, se largan y se extienden a lo largo del día. Un desayuno se convierte en brunch, y un bruch en almuerzo, y este en una merienda que puede ser cena. Cenar a las cinco puede parecer una costumbre rara a nuestros ojos pero les aseguro que uno se habitúa y se alegra después, se duerme mejor y no da pereza salir. A medida que te acercas al puerto los edificios son más antiguos, la madera cede paso al ladrillo, la inmaculada carpintería a la oscuras y revistas vigas, faroles de gas y ventanas de guillotina. Podría ser Inglaterra. Tras una tapia un callejón con suelo de adoquín conduce a una iglesia con un jardín y en el jardín un cementerio. «Blessed are the pure in heart for they shall see God». Las tumbas en el suelo están llenas de musgo y siglos. Como una ilustración de Washington Irving. La iglesia circular que guarda entre sus muros rincones para apoyarse, donde un budista puede meditar, un musulmán, o un judío rezar. Un cruce de caminos donde en distintos idiomas se invoca a la Paz. «Que la paz prevalezca en la tierra». Es un lugar para refugiarse en caso de huracanes. La cancela abierta : «Jesús no rechazó a nadie. Nosotros tampoco». La esperanza se respira. No parece casualidad que detrás otra calle sea un arcoíris. O un pedazo de una isla caribeña. Casas color turquesa, rosa, verdes esmeralda, magenta, amarillo limón. Camelias en las jardineras y visillos de encaje. Sin querer la imaginación se desata y se inventa la vida de quien vivió allí y de quien aún vive. Y a una le dan ganas de sentarse en una mesa e inventar un cuento. Hasta la semana próxima.

*Abogada

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