Opinión | Cotidianidades

La peluquería. De Pepe a Pepa

Ha cambiado de dueño, de decoración, de entorno, pero no de ubicación, ni de local, en algunos casos ni de clientes, entre ellos yo

Pepa ante las fotos de su hija en su peluquería de Pardaleras.

Pepa ante las fotos de su hija en su peluquería de Pardaleras. / LCB

Voy a cortarme el pelo a una peluquería en la calle Stadium, en Pardaleras. Ahora que en Badajoz abren barberías con la misma rapidez que las cierran, a la que yo voy lleva abierta más de 50 años. En este tiempo ha tenido dos propietarios, Pepe y Pepa, un cambio de dueño, de decoración, de entorno, pero no de ubicación, ni de local, en algunos casos ni de clientes, entre ellos yo. La primera vez que fui era un niño, me llevó mi padre, luego he seguido yendo hasta la fecha. 

A la peluquería de Pepe solo iban hombres. En la peluquería se fumaba, se hablaba de fútbol, de mujeres, de toros… Los amigos de Pepe se pasaban por allí de vez en cuando, se quedaban de pie hablando o mirando como trabajaba, observaban su habilidad con la tijera, la movía con rapidez y seguridad, una tijera que apartaba del cliente para abrirla y cerrarla con la misma velocidad que el aleteo de un colibrí y el sonido de unas castañuelas. Los amigos observaban con la misma atención que un jubilado mira un edificio en construcción, como alumnos en fase de aprendizaje, algunos le llamaban maestro. 

Los amigos iban sobre todo los lunes para hablar de fútbol y comprobar la quiniela. A mí, mientras me cortaba el pelo, no quería que me hablara, prefería escucharlos a ellos en su conversación de adultos desilusionados, expertos en derrotas. Pepe partía una cuchilla por la mitad y la colocaba con mimo en el interior de la navaja de afeitar, se aproximaba desprendiendo un aroma a anís, tabaco y Varon Dandy, se acercaba con la intención de igualar las patillas, luego subía la barbilla del cliente con el fin de mantener su cabeza erguida, entonces se alejaba, tomaba distancia para observar igual que lo hacen los pintores delante del lienzo, miraba desde la distancia que le daba el brazo para comprobar que en el corte no hubiera ningún trasquilón. Cada vez que cogía la navaja hacía unos movimientos con los hombros que parecía un torero antes de entrar a matar, agarraba el cigarro que tenía en la encimera con dos dedos, le daba una profunda calada mientras seguía observando la cabeza del cliente para asegurarse de que estaba igualada, de que estaba haciendo un buen trabajo. Cuando terminaba colocaba un espejo por detrás para que el cliente diese el visto bueno y así era como daba por concluida la faena. Barría el suelo y llamaba al siguiente por su nombre. 

Pepe era bajito, usaba una bata gris con un bolsillo grande en el pecho donde tenía tijeras y peines, en el ambiente de la peluquería había un color azulado producido por el humo del tabaco que le daba al local un aire cinematográfico de película en blanco y negro. Los clientes se sentaban en el sillón del barbero que subía y bajaba con un pedal y desde donde se veían caras imprecisas, difuminadas por la nube de humo. Pepe era un barbero antiguo y parlanchín, aunque también sabía cuándo tenía que callar, como Rocky, aquel de la película ‘El Crack’ de Garcí que le contaba a German Areta las peleas de boxeo en el Madison Square Garden de Nueva York. Pepe se jubiló y nunca más volvió a la peluquería. Su actual dueña me dice que alguna vez lo vio pasar por delante de la puerta, pero nunca entró, ni siquiera miraba. Alguna vez lo vi por los bares cercanos, el Paco Oliva y el Ratina. No sé quien me dijo que murió hace tiempo. 

Hace quince años la peluquería sufrió una transformación, fue cuando se hizo cargo del negocio Pepa, probablemente una de las primeras mujeres en Badajoz en trabajar una peluquería de hombres. Ahora el local tiene unas sillas negras de diseño moderno que están colocadas alrededor de una mesa de cristal con revistas y donde no falta nunca este periódico de La Crónica de Badajoz. La peluquería ya no huele a tabaco, ni anís, ni a Varón Dandy, ni tiene ese ambiente decadente de humo y machismo, ahora destaca por su luz. Antes estaba en una calle que tenía a pocos metros el edificio del colegio Virgen de Bótoa que la ensombrecía, ahora es un espacio diáfano, que da al corredor verde de reciente inauguración. Pepa tiene en la pared de su peluquería dos fotografías grandes de su hija y un tablón de anuncios con recortes de periódicos de los triunfos de Fátima Gallardo, una de las pocas deportistas pacenses que han participado en unos juegos Olímpicos. 

Fátima, hija de Pepa, fue segunda en unos Europeos y participó en las Olimpiadas de Río de Janeiro formando parte del equipo de relevos de 4X100 de natación. Pepa estaba orgullosa de su hija cuando salía en los periódicos y los telediarios pero no menos que ahora que acaba de aprobar unas oposiciones del Estado. Cuando Pepa termina de cortarme el pelo suelo entrar en la cafetería Tiempo de café de la avenida de Pardaleras, una esquina que antes era una sucursal de Caja Badajoz, pero de esto y sus camareras, Menchu, Mirella, Deni y Macarena, ya escribiré otro día.