Cuando vemos en televisión desgracias de gran magnitud o accidentes truculentos siempre activamos un mecanismo de defensa consistente en la negación. Nos da por pensar que ese tipo de desgracias le ocurren a otros, a gente que vive en lugares lejanos, en los que no hay ni caras ni rostros conocidas, solo números de muertos y daños sin cuantificar. Quizás por eso en Badajoz nunca sospechamos que la riada de 1997 fuera a alcanzar esa magnitud de muerte y desolación. Por eso y porque un servidor, como periodista local entonces, estaba harto de hacer informaciones en las que los vecinos del Cerro de Reyes no paraban de quejarse del estado de los arroyos Rivillas y Calamón, dos riachuelos urbanos que discurrían por cauces canalizados en los que los malos olores eran una constante debido a su bajo caudal.

Aquella noche llovió a mares en Badajoz. Pero como muchos otros días de noviembre. Sin embargo, el agua creció y creció hasta alcanzar cotas hasta ese momento nunca vistas creando verdaderos ríos en las calles. El agua entró primero en los portales y después en las casas inundándolo todo. La gente se subió a las plantas superiores, a las terrazas e incluso a los tejados, siendo rescatados en barca por los bomberos o por otros vecinos que esa noche hicieron de ángeles de la guardia en una oscuridad de miedo y desesperación. Pero hubo quien no pudo escapar, gente mayor en su mayoría, refugiados en sus casas donde uno se cree a salvo de todo y en ocasiones resulta una cárcel. Veinticinco muertos, 3 en Valverde de Leganés y 22 en Badajoz, un balance desolador, nunca visto en una ciudad como Badajoz que se supone capital, donde no ocurren o no debieran ocurrir este tipo de cosas, más propias de lugares alejados donde la gente no tiene rostro conocido.

A la mañana siguiente la imagen dantesca de las calles y los edificios destruidos ya anunciaba la tragedia. Después vinieron los cuerpos inertes tapados con mantas y barro, mucho barro, envolviendo todo y estropeándolo todo. Desde los muebles y los electrodomésticos de las casas, hasta la ropa y los recuerdos de toda una vida.  

Nunca se está preparado para algo así. Jamás uno puede esperarse que las desgracias también pueden ocurrir en casa, que en ocasiones la muerte llega a vecinos tuyos, esos que tienen rostros y conoces por su nombre o porque es el padre de fulano o el hijo de mengano.

De las cosas más tremendas que recuerdo del día siguiente de la tragedia es que el resto de Badajoz seguía su vida normal. No había redes sociales y los medios digitales eran aún incipientes. La tragedia había ocurrido a la puerta de casa y algunos seguían pensando que era cosa de otros.