Opinión | Disidencias

Maribel

La Cubana es un símbolo de Badajoz que todos sabíamos reconocer, un emblema que a todos nos representa

Y cincuenta años después, Maribel Margallo, jubiló el juego de muñecas que utilizaba para manejar con industriosa precisión el dispensador de azúcar glas con el que espolvoreó durante todo ese tiempo docenas y docenas de bollos de leche, suizos, mexicanos, mallorquinas y mojicones. Cinco décadas despachando bollería artesanal única en el mundo, merengues, jesuitas, perrunillas, huesos de santo, buñuelos, pasteles, polvorones, roscones de Reyes y, por supuesto, la tarta de merengue y yema que ha alegrado el cumpleaños de generaciones de badajocenses. La Cubana -la pastelería de la calle Francisco Pizarro que abrió sus puertas en la calle Meléndez Valdés allá por 1890 y que en 1985 pasó a manos de un empleado de la casa, Juan Martínez- donde Maribel ha pasado casi toda su vida, no ha cerrado, pero su marcha por jubilación anuncia un oscuro futuro que se cierne sobre nosotros. Con Maribel se ha jubilado, también, uno de los hijos de Juan, el otro Juan, cara visible del establecimiento junto con Antonio (al que ya le va quedando poco de vida laboral), que los otros dos hermanos son menos conocidos y bastante tienen con el obrador y esto quiere decir que, si no lo remedia un milagro, está a punto de extinguirse otro trozo de la historia de Badajoz, un pedazo de nosotros mismos, los que hemos disfrutado de su olor y sus pasteles, de sus tartas y dulces de temporada. 

La Cubana es un símbolo de Badajoz que todos sabíamos reconocer, un emblema que a todos nos representaba, una bandera que ninguno dejó de defender, porque allí, en ese obrador, a esa pastelería acudíamos desde niños de la mano de nuestras madres, de allí salieron las tartas que compartimos con nuestros amigos en las celebraciones especiales, y allí se ha obrado el milagro no ya de los bollos de leche, que son su buque insignia, sino de esos mexicanos que te puedes embaular media docena sin que parpadees o esas mallorquinas crujientes y recién hechas que parecen manjar de dioses. 

Hay merengues y merengues. Los hay más y menos dulces, más y menos esponjosos, más y menos densos, pero los merengues de La Cubana tenían la medida perfecta (a pesar de que una vez me comí uno de ellos de un kilo de peso), el toque de azúcar exacto, la densidad adecuada y la suntuosidad necesaria para que, si caía uno, pudieran caer dos o tres o cuatro o los que hayan de venir. Y Maribel, con su cofia y bata blanca siempre estuvo allí, conociéndonos por nuestro nombre, manejando las pinzas y la cuerda para el paquetito como si estuviera en una intervención quirúrgica y haciendo el nudo que ríete tú del nudo de los marineros. 

En La Cubana se hacían nudos –Maribel y Juan, sobre todo- que no conozco a nadie en el mundo que no tuviera que emplear las tijeras para cortar la cuerda después de horas intentando deshacer el entuerto. Ahora se quedan Antonio y los otros dos con el pastel en las manos y este sí que va a ser un pastel difícil de cocinar y endulzar. Ni siquiera la Virgen de la Soledad, que la tiene a un paso, soportará la ausencia de un lugar que nos ha hecho tan felices, que nos provoca tanta nostalgia y… Maribel, ponme, por favor, unos bollitos para mi hermana, que le encantaban, y a las niñas dos trozos de tarta de chocolate y a mí apártame dos o tres merengues, mallorquinas, mexicanos y lo que haga falta, que, como decía Mary Poppins, con un poco de azúcar, todo entra mejor y el mundo se ve de otro color.