Opinión | El Embarcadero

El rugido eterno

El pasado miércoles se cumplieron cien años de la Metro Goldwyn Mayer

Tenemos grabados en nuestra memoria, ese increíble disco duro que almacena tanta información, sonidos que nos transportan a emociones que nos hacen sentir bien. A mí me ocurre con algo que, a priori, puede parecer extraño: es el rugido de un león, pero no de uno cualquiera, sino el de la Metro Goldwyn Mayer. Suponía el arranque de una historia ante la gran pantalla que, estaba convencido, me iba a conmover. Forma parte de la magia del cine, una disciplina sin la cual muchos seríamos más infelices. Ir a una sala de proyecciones, quedarte a oscuras y centrarte durante esos noventa o ciento veinte minutos, o lo que sea, en esos personajes, localizaciones, situaciones… es un regalo fantástico. 

Lástima que a bastantes adolescentes y jóvenes no les haya infectado ese bendito virus que nos hace detenernos en esa ficción que desfila ante nuestros ojos, sin distracciones. Me consta, además, que hay algunos jóvenes que perciben los filmes, sobre todo aquellos que tienen más de setenta u ochenta años, como tal vez nosotros veíamos a su edad la ópera: algo propio de otros tiempos. 

El pasado miércoles se cumplieron cien años de la Metro, constituida por unos soñadores que montaron el mayor estudio cinematográfico creado hasta entonces, de donde salieron algunas de las joyas más grandes del séptimo arte. Clásicos como ‘Lo que el viento se llevó’, ‘Ben-Hur’, ‘El mago de Oz’ o ‘Cantando bajo la lluvia’. Su lema, más estrellas que en el cielo, nos da cuenta de que allí estaban algunos de los rostros más famosos de los años treinta, cuarenta y cincuenta. 

Alejandro Pachón s e marchó para siempre hace unos días y su despedida civil fue, cómo no, ambientada con bandas sonoras

¿Quién no se ha emocionado al ver y escuchar a Judy Garland cantar su ‘Over the Rainbow’ o ha experimentado una inyección de optimismo con Gene Kelly y su ‘Singin’ in the Rain’? 

Estoy seguro de que a uno de los hombres que más sabían de cine en Badajoz, Alejandro Pachón, le encantaban ambas escenas. Se marchó para siempre hace unos días y su despedida civil fue, cómo no, ambientada con bandas sonoras. Sus críticas de cine en el periódico, sus clases en la facultad o sus conversaciones en la terraza del Teatro López de Ayala de Badajoz, antes de empezar la sesión de cortos del Festival Ibérico de Cine, las recuerdo con cariño, como algunos de sus libros publicados, que atesoro en mi biblioteca. 

Gracias a él descubrí a compositores de música de cine que sigo hoy escuchando. A fin de cuentas, hay personas como sonidos, cuyos ecos permanecen patentes, casi como un rugido eterno. Su legado, como el de los grandes clásicos, nunca muere.